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BIO
Enrique Medina
CURRICULUM VITAE
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CURRICULUM VITAE

ENRIQUE MEDINA RAMELA

Nace en 1935 en Montevideo, Uruguay.

Exposiciones colectivas

más destacadas 1970 I Bienal del Uruguay. 1971 XI Bienal de San Pablo, Brasil. 1982 Encuentro de Pintura Latinoamericana, Santiago de Chile. 1984 IV Bienal Iberoamericana de Mejico. 1985 Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo. 1990 Arte Contemporáneo de Latinoamérica y el Caribe, Museo de Arte de la ciudad de Nagoya, Japón. 1994 IV Bienal de Cuenca, Ecuador.

2001 participa con varias obras en la muestra colectiva itinerante URUGUAI PAIS DE ARTISTAS, organizada por la Embajada de Uruguay en Brasil, en 5 ciudades: Porto Alegre, Museo de Arte de Bahía (Salvador), Centro Cultural de la Justicia Federal en Río de Janeiro, San Pablo y Brasilia.

Principales Exposiciones Individuales
1971 Instituto Italiano de Cultura, Montevideo, Uruguay. 1971 Biblioteca Nacional, Montevideo, Uruguay. 1986 Jack Solomon Gallery, Nueva York. 1991 "3 de Uruguay" con Luis A. Solari y Eric Conde-Bucco, Bolivar Hall, Londres. 1991 Raadhuis "De Paaw" Wassenaar, Holanda. 1996 The Piermont Gallery, Nueva York.
Distinciones

1969 Gran Premio (Ceibo de Oro) del Instituto Latinoamericano de Cultura.

1970 Premio Internacional "Fundación Páez Vilaró" Primera Bienal del Uruguay. 1970 Premio Adquisición XVIII Salón Municipal de Bellas Artes, Montevideo. 1970 Premio Adquisición XXXIV Salón Nacional de Artes Plásticas de Montevideo.

1971 Gran Premio de Pintura XXXV Salón Nacional de Artes Plásticas de Montevideo. 1972 Premio Adquisición XXXVI Salón Nacional de Artes Plásticas de Montevideo.

1978 Premio FUNSA, Museo de Arte Americano, Maldonado, Uruguay. 1978 Premio Universidad de la República, Salón de Artes Plásticas de Salto, Uruguay. 1978 Premio Adquisición XXVI Salón Municipal de Bellas Artes, Montevideo, Uruguay.

1979 Primer Premio, Salón de Artes Plásticas de Salto, Uruguay. 1979 Primer Premio XXVII Salón Municipal de Bellas Artes, Montevideo, Uruguay. 1979 Premio Adquisición XLIII Salón de Artes Plásticas de Montevideo.

1980 Premio N & Asociados, Museo de Arte Americano, Maldonado, Uruguay. 1980 Premio Adquisición, Salón Nacional de Artes Plásticas, Uruguay. 1980 Premio Intendencia Municipal de San José, Salón Nacional de San José, Uruguay.

1981 Premio Intendencia Municipal de San José, Salón Nacional de San José, Uruguay. 1981 Segundo Premio, Salón Municipal de Bellas Artes, Montevideo, Uruguay. 1981 Premio Automóvil Club del Uruguay.

1982 Premio Carrau, Salón Nacional de San José, Uruguay. 1982 Tercer Premio, Salón de Maldonado, Uruguay. 1982 Premio Adquisición, Salón Nacional de Artes Plásticas, Uruguay. 1982 Gran Premio, Salón Nacional de Paysandú, Uruguay.

1983 Premio INCA, Reunión Nacional de Grandes Pintores, Montevideo, Uruguay. 1983 Primer Premio XLVII Salón Nacional de Artes Plásticas, Montevideo, Uruguay. 1983 Gran Premio, Salón Nacional de San José, Uruguay. 1983 Gran Premio, Salón Municipal de Bellas Artes, Montevideo, Uruguay. 1985 Gran Premio, III Bienal de Salto, Uruguay.

1998 Flamingo de Oro, Montevideo, Uruguay. Obras en Museo Nacional de Artes Plásticas de Montevideo. Colección David Rockefeller. Chase Manhattan Bank of New York. UNESCO. Museo Municipal "Juan Manuel Blanes". IBM International. Casa de la Cultura de Ecuador.

Bibliografía

Panorama de las Artes Plásticas en el Uruguay, José Pedro Argul. Plásticos Uruguayos, Biblioteca del Poder Legislativo. 12 Pintores Uruguayos, María Luisa Torrens. Pintores de América y de España, E. Heyne. Arte Uruguayo y Otros, A. Kalemberg.

CRITICAS Y COMENTARIOS
LA MESA MULTIPLICADA

Enrique Medina se ha dado vuelta como un guante, apartándose de una modalidad pictórica que privilegiaba lo formal, para internarse en una búsqueda que antepone en cambio la entraña de la obra y su significado a cualquier otra consideración. Ello permite al contemplador sumergirse ahora en lo que antes sólo se veía por fuera.

Porque durante largos años, la producción de Medina consistió en ejercicios de un esteticismo donde la visión de espacios domésticos (una cancel, un patio, una ventana)lo llevaba a esmaltar con depurada técnica esas escenografías desiertas, logrando en todo caso un saldo decorativo, con un sello de refinamiento, que probó ser variable en el mercado y cuya temática despertaba una seducción epidérmica.

Aquella mirada era distante e imperturbable, buscaba atraer con las herramientas de su satinada formulación y de hecho cumplió con las metas ornamentales que se fijaba, marcando de paso lo que parecía una tendencia identificatoria y una limitación del artista.

Sin embargo, en la vida y en el trabajo de un individuo suele haber giros imprevisibles cuyo efecto impacta sobre su obra, su comportamiento y sus relaciones con el prójimo, como si el cambio interior fuera abriéndose en el ramaje de esos síntomas, que operan igual a columnas barométricas donde puede medirse la altura de una transformación.

Si ese individuo opera en el terreno de la expresión artística, sus cambios personales se cuelan de manera múltiple a través del lenguaje que maneja, y de esa forma lo que al comienzo fue una turbulencia o un viraje impalpable en la profundidad del ánimo, sube hasta manifestarse exteriormente en la índole de la tarea creadora.

Y recién cuando el proceso llega a ese punto puede registrarse todo el itinerario de las emociones, ya que una primicia juvenil, una crisis de madurez, un sobresalto sentimental, una mudanza geográfica, un vuelco de soledad o una revelación crepuscular, son instancias capaces de modificar desde lo hondo la expresividad de un artista, dando vuelta el guante de sus opciones de la misma manera en que un terapeuta explora la intimidad del paciente para atravesar sus membranas y finalmente vencer su clausura.

Lo que sucede ahora con Enrique Medina es que ha emigrado de aquella atmósfera de finezas embalsamadas (la brisa que movía cortinas, la luz que atravesaba un cristal, la sombra delineada sobre un mosaico) como si algo las hubiera barrido volcándose en más de un sentido hacia adentro, el pintor decidió encerrarse físicamente en su casa y trabajar sin pausa hasta que la masa de su nueva producción amenazó con sepultarlo, pero además dejó de echar miradas embellecedoras a los muros, pavimentos, sillas y puertas que desfilaban por sus telas.

Eligió en cambio una renuncia que se convierte en una notable conquista: tomó una estampa emblemática de la Historia Sagrada (la Ultima Cena) a través de su representación más eminente (la de Leonardo) y comenzó a trabajar sobre ella con un arrebato experimental y una disposición indagadora nada frecuentes en su faena plástica, a lo cual se sumó en el caso la obstinación que consiste en repetir ese tema con ligeras variantes hasta obtener de la comunidad un efecto hipnótico, mientras una fuerza propulsora lo empujaba porfiadamente hasta saturar no ya sus estados de espíritu sino también todo espacio y todo rincón de su taller, como si en más de un sentido buscara zambullirse en una obra que parecía cubrirlo y desbordarlo no sólo por fuera. No hay nada casual en la vida y nada ocurre en ella aisladamente.

Todo tiene prolongaciones intangibles desde los centros de la conciencia, se vincula en secreto con las raíces de la memoria y se abastece de los núcleos más ocultos de la sensibilidad, manando de fuentes que no resulta fácil rastrear y relacionándose con otros hechos que ayudará a modificar, como si fuera tendiéndose una red donde cada punto es dependiente de la malla que lo rodea. Algo de eso pasa ahora con la nueva serie de Medina cuyo exorcismo de una imagen ilustre y del misterio que en ella se cobija, denota otros desdoblamientos, otras necesidades y otras impaciencias del autor.

Sin quererlo, el artista se manifiesta cabalmente en su elección y su terco despliegue de una sola imagen que lo asalta sin abandonarlo, como si le costara liberarse de un fantasma tan apabullante: el del predicador que será ajusticiado pero luego resucitará.

Estas telas con relieves reproducen indefinidamente el modelo de la Cena hasta alzarse como un desafío cuya prolongación numérica desemboca en algo más que la suma de sus unidades: el efecto de algo obsesivo sobre quien lo mira, suele crecer y desborda lo visible a través de la sensación multiplicadora de un encadenamiento que al dilatarse se vuelve embriagador, como también sucede con una nota musical que se repita interminablemente.

Gracias a ello, las telas de Medina asumen un valor diferencial y un sello turbador que se acentúa a medida que se las recorre: son con respecto a la pintura convencional lo mismo que una mortaja con relación a la ropa de cada día, porque su soporte consiste en una tela embalsamada y por su anécdota están envueltas en el tránsito de la vida y la muerte, como si se instalaran en el umbral entre una y otra.

Entonces esos sudarios casi fotográficos tienen el mismo doblez del negativo de una imagen, donde es preciso hurgar con la mirada en un tema que aparece velado-como conviene al enigma sobrenatural que alberga-rastreando una representación que se descubre gradualmente, ya que no surge de pronto sino que brota poco a poco, insinuándose en los relieves, dobleces, sombras y pliegues de estas telas, como resistiera a entregarse para demorar así la relación que establece con el observador. Esa demora permite reflexionar sobre un cambio de rumbo, deteniéndose en el ceremonial que se entabla entre los visitantes y este friso con el cual Medina emprende la etapa decisiva de su trayectoria.

Jorge Abbondanza

LUZ Y RELIEVE, UNA NUEVA VISIÓN

El episodio bíblico de la Última Cena ha ejercido, desde siempre, una atracción mágica sobre los artistas. Leonardo da Vinci le aportó a ese provocativo y misterioso sentimiento, el de su propia visión, que fijó iconográficamente una imagen. Motivando a su vez a nuevos artistas, que ya no hallaron la inspiración en el hecho histórico sino el propio fresco milanés, donde el genio leonardesco alcanza altura que definió Prudhon: "El cuadro de la escena de Milán es el primero del mundo y la obra maestra de la pintura". Los propios contemporáneos tuvieron esa impresión y llega hasta nosotros una memorable descripción de Luca Pacioli, tanto como el recuerdo del impacto que produjo en Francisco I de Francia, quien se llevó al viejo maestro a su Corte, donde vivió los últimos años de su vida.

Es natural que la obra de Leonardo produjera esa impresión: si comparamos su obra con la de sus antecesores en el tema, nos encontramos con la fuerte revelación innovadora que significó. La muy ilustre versión de Ghirlandaio, quince años anterior, se cierra entre dos líneas, la inevitable de la mesa y la de la pared detrás; en ese espacio se alinean las figuras, según el esquema clásico, con Judas solo, aislado, ubicado adelante del resto y San Juan reclinado sobre Jesús; cada plato corresponde a cada comensal y cada uno conversa con su vecino. Leonardo cambia el esquema. Como dice Wolflin: "Leonardo rompe por dos veces la tradición. Por lo pronto saca a Judas de su aislamiento y le coloca entre los demás discípulos; a continuación se libera del rancio artificio que consiste en reclinar a San Juan sobre el seno de Jesús (los artistas justificaban dicha actitud representando al discípulo vencido por el sueño). De esta manera obtuvo un mayor equilibrio en la composición y pudo disponer a los discípulos en dos mitades equivalentes, a los lados del Maestro. Con tal proceder cedió a un sentimiento de equilibrio arquitectónico. Por añadidura, reuniendo los apóstoles de tres en tres, forma cuatro grupos, en tanto que Cristo, en el medio, domina al conjunto atrayendo inmediatamente las miradas".

Para un artista científico como Leonardo, todos estos procedimientos están al servicio de una idea: la unidad temática, la centralidad de la figura de Cristo, el efecto de la descarga dramática que se ha producido cuando él dijo las palabras tremendas: " Uno de vosotros me traicionará". Todo sirve a ese dramatismo que envuelve la serenidad de la figura central. El espacio arquitectónico, intervenido por la luz lateral y el lejano paisaje detrás, con su apariencia de distancia, generan esa atmósfera única, que el Maestro de Vinci desarrolló teóricamente en su magistral Tratado de la Pintura.

Lo notable es que la atracción, explicable en sus contemporáneos por la novedad del tratamiento, sigue hoy vigente. Desde Dalí y Gutierrez Solana hasta Andy Warhol, han ofrecido sus versiones de la Ultima Cena. Pero ninguno parte del relato histórico sino de la obra de Leonardo, devenida ya un ícono intransferible, una imagen congelada en el tiempo. Tanta es su fuerza que, pese al deterioro, ya añejo, no se puede prescindir de su imagen.

Los artistas contemporáneos modifican la escena. En la intención surrealista de Dalí, las figuras se acomodan con dos de ellas delante de la mesa, sirviendo a un esquema simétrico encajado debajo de una suerte de cúpula-ventanal, transparente como lo es también el cuerpo de Cristo, traspasado por una barca pescadora. Dalí pone a todos los apóstoles reclinados, centralizando aún más en la figura principal toda la escena: es la culminación del esquema leonardesco. Gutierrez Solana introduce la escena en medio de una suerte de procesión popular. Andy Warhol, como es natural en un artista pop, apunta hacia el ícono publicitario, define formas, simplifica y colorea.

En nuestro caso, Enrique Medina asume una actitud diferente: toma fielmente la escena de Leonardo, la reproduce y recrea mediante un procedimiento pictórico novedoso. Naturalmente, al tomar solamente las figuras, pierde todo el encuadre arquitectónico, que es fundamental en la obra para atribuirle el dramatismo implícito. Curiosamente, él renace por la vía técnica. El efecto de la tela arrugada y desarrugada confiere a las figuras un relieve escultórico. Lo que Leonardo logró con su clásico "sfumato", lección insuperable de pintura, aquí se alcanza por otra vía. Extraña paradoja, pues Leonardo con su técnica superó la sensación de objeto ( de juguete o " caballo de madera" le llama Gombrich) que dominaba todavía en un Ucello o un Piero de la Francesa. Esa misma sensación ahora es reproducida pero ya no con idea de artificialidad sino simplemente de volumen escultórico. El dramatismo de la escena renace pese al despojo de las figuras, que ahora quedan aisladas sobre la tela cruda, sin la apoyatura tan fuerte que en Leonardo tiene la geometría circundante y el manejo de los claroscuros.

Enrique Medina ha sido siempre un pintor de la forma y la luz. Sus orígenes fueron geométricos puros, pero casi siempre ubicó algún fenómeno lumínico que dio singularidad a la forma abstracta. Lo mismo ocurrió con su serie de ventanas y puertas, donde el protagonismo está muy lejos de lo anecdótico y se concentra precisamente en el efecto óptico. Por ello no es causal que terminara recayendo en la esencia de Leonardo, absolutamente óptica. "La pintura es una cosa mental" escribió. Y, no bien se traspase el impacto superficial que producen sus pocas obras, se llega a esa conclusión.

La técnica empleada por Medina le lleva primero a un relieve en yeso, que moldea la tela sobre la que pinta. Luego la vuelve a estirar, pero curiosamente se preserva el efecto de relieve pese a que está plana. Es la luz que opera el efecto, sobre el contraste. De allí nace una sensación misteriosa, que descansa en dos ejes: la representación, que si bien es aparentemente realista, deja de serlo al trabajar con figuras sueltas, no referidas al entorno ambiental: luego la pintura, con su relieve propio, que queda a mitad de camino entre ella misma y la escultura. La visión que se reconstruye, del modelo de Leonardo, es original, diferente, hasta algo perturbadora.

La serie da a la obra, también, otra dimensión. Trabajada la misma idea en colores diferentes, desde el negro al sanguina, hábilmente entonados para buscar diferenciaciones sutiles, se la ve en conjunto desde una perspectiva diferente. Al verla desarrollada en versiones distintas, operan de otro modo la luz y la sombra, el relieve y el plano. En los impresionistas la búsqueda de estos elementos sí pretendía captar la naturaleza y, descubierta la esencia, reproducirla en la obra. Aquí, como en los abstractos, se ofrecen variaciones absolutamente intelectuales. Ellas reflejan la profundidad de la búsqueda que se asoma detrás de este aparente neo-clasicismo.

Estamos, así, ante una nueva visión, que preserva el dramatismo original mediante el uso de instrumentos estrictamente formales. Estamos, también, ante una nueva etapa que abre, en la ya larga carrera artística de Enrique Medina, un nuevo horizonte de realización.

JULIO MARIA SANGUINETTI

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LA CENA DE LEONARDO Y LA EUCARISTÍA

 

La cena de Leonardo a menudo preside comedores de conventos y de Ordenes religiosas, de comunidades cristianas y de lugares donde se quiere destacar la importancia de la Eucaristía. Y es explicable: el misterio de la fe, difícilmente podía escapar de la mano, o mejor dicho, del pincel, de uno de los máximos artistas de todos los tiempos, que el Rinascimento italiano ha entregado a la cultura universal. El convento de Santa Maria delle Grazie, en la ciudad de Milán, pasa a la historia no tanto por ser la sede de una comunidad de frailes, cuanto más bien por ser la meta de peregrinaciones artísticas de los muchos interesados en contemplar una de las obras maestras de la pintura de todos los tiempos. Pero no podemos olvidar que en el arte sublime del artista late la profundidad de la fe del creyente. Leonardo nos transmite en su fresco la fe de la Iglesia en la Eucaristía. Otros comentaristas han analizado La Cena desde el punto de vista artístico. A mí se me ha encomendado la tarea de comentar brevemente la fe de la Iglesia en el misterio de la Eucaristía. Lo voy a hacer respondiendo a esta pregunta: ¿Qué es la Eucaristía para los cristianos? Puede orientarnos, en nuestra respuesta, esta expresión de Juan Pablo II: "La Eucaristía es al mismo tiempo Sacramento-Sacrificio, Sacramento-Comunión, Sacramento-Presencia, procurando devolver a Cristo 'amor por amor', para que Él llegue a ser verdaderamente 'vida de nuestras almas'" (Redemptor hominis, 20). Y nosotros, los Obispos de las Iglesias que peregrinan en el Uruguay, escribimos una Carta Pastoral al Pueblo de Dios sobre la Eucaristía, en la que decimos: "Creemos firmemente que la Eucaristía es la presencia real de Jesucristo, Señor de la vida, muerto y resucitado, aceptada con fidelidad y celebrada gozosamente por nuestras comunidades eclesiales. En la Eucaristía, encontramos a Jesús Resucitado como compañero y Señor mientras hacemos camino, parte con nosotros el pan de la vida, disipa nuestros temores, y nos envía a ser testigos de que él está vivo entre nosotros" (p 5).

1. La Eucaristía es la presencia del Señor en el mundo hasta el final de los tiempos.

"Tomad y comed, esto es mi cuerpo. Tomad y bebed, esta es mi sangre". Estas palabras que Jesús dijo en la cena del jueves santo, sustentan la fe de la Iglesia en la presencia verdadera, real y sustancial de Jesús en la Eucaristía. Estas expresiones del Concilio de Trento definen la fe de la Iglesia en la presencia real de Cristo en la Eucaristía. Por la consagración de la transustanciación el pan y el vino dejan de ser pan y vino y se transforman realmente en el cuerpo y en la sangre de Cristo, en la presencia de Cristo en su ser Hijo del Padre, resucitado y glorificado a su derecha. Jesús, por su encarnación, está presente de muchas maneras en el mundo. Basta leer el número 7 de la Constitución conciliar sobre la liturgia: "Cristo está siempre presente en su Iglesia, sobre todo en la acción litúrgica. Está presente en el sacrificio de la Misa, sea en la persona del ministro, "ofreciéndose ahora por el ministerio de los sacerdotes el mismo que entonces se ofreció en la cruz", sea sobre todo bajo las especies eucarísticas. Está presente con su virtud en los sacramentos, de modo que, cuando alguien bautiza, es Cristo quien bautiza. Está presente por último, cuando la Iglesia suplica y canta salmos, el mismo que prometió: Donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos" (Mt 18,20). Es bueno destacar que lo más importante que hay que descubrir y percibir con una fe cada vez más profunda es que con la transustanciación no debemos exprimir nuestro cerebro a fin de entender cómo es posible un cambio sustancial tan extraordinario y racionalmente no comprensible. Más importa percibir que con esta presencia sustancial Jesucristo resucitado en persona se nos sigue "apareciendo" en la Eucaristía como en las apariciones postpascuales en esos cuarenta días antes de la ascensión al cielo. Por eso, los Obispos uruguayos en la ya mencionada Carta Pastoral sobre la Eucaristía afirmamos: "Durante los primeros siglos de la Iglesia, la Eucaristía se celebraba en el día del Señor o día de la resurrección. Eucaristía y domingo están, desde siempre -histórica y teológicamente- íntimamente vinculados porque, según la fe de las primeras comunidades, en la celebración eucarística el Señor se aparece realmente, de nuevo. El recuerdo de las primeras apariciones de Jesús mientras ellos comían, se mantuvo vivo en la memoria de la comunidad apostólica. La fracción del pan, -luego la Eucaristía- es, pues, una nueva aparición del Señor en medio de la comunidad. Esta fue la creencia y la experiencia de las primeras comunidades" (Nº18). Convencidos de esta realidad proponemos la siguiente exhortación: "Deseamos que, el IV Congreso Eucarístico Nacional ayude a nuestras comunidades eclesiales a descubrir y celebrar la Eucaristía como una nueva aparición del Resucitado en medio de ellas. Los padecimientos, cansancios, alegrías y esperanzas que acarrea la lucha por la vida obtendrán pleno sentido en esta aparición del Señor resucitado." (Nº 19).

2. La Eucaristía, "memorial" de la muerte de Cristo.

La Eucaristía es memorial. El memorial no es una cena en honor de Jesús, ni una buena ocasión en la que la comunidad recuerda nostálgicamente a un Jesús ausente, evocando sus hechos y dichos de antaño. El memorial es mucho más que eso. Cuando la comunidad cristiana se reúne en la misa recordando los gestos y palabras de Jesús en su última Cena, se hacen realmente presentes su muerte y resurrección, su Misterio Pascual. No evocamos, pues, un acontecimiento perdido en el pasado, sino que lo celebramos gozosamente porque está presente, gracias a la bondad del Señor y a la fuerza del Espíritu Santo. Este es el sacramento de nuestra fe que admiramos y confesamos en cada misa. Vale la pena detenernos un poco más sobre este aspecto. La celebración de la Eucaristía es la presencia real, viva y redentora de Jesús que, dueño de sí mismo, se entrega libremente a la muerte y resucita por la fuerza del Espíritu Santo (Rom 8,11), para la remisión de los pecados (Mt 26,28). De este modo Él da la vida por sus amigos (Jn 15,13). En cada misa, por tanto, se actualiza de una manera misteriosa, sacramental, la muerte de Jesús y su resurrección, es decir su Misterio Pascual, su paso a la vida glorificada a través de la muerte. Es, en definitiva, la prolongación en el tiempo del mismo sacrificio de la cruz. El final de la historia se nos anticipa. Es bueno también tener presente que cuando hablamos de memorial no entendemos ni siquiera lejanamente insinuar que en la Eucaristía se repite el sacrificio de Cristo. Cristo murió una vez para siempre y ya no muere más. Decimos, sí, que la Eucaristía es un verdadero sacrificio, el sacrificio de quien dona su vida al Padre por amor a los hombres, para salvarlos de los pecados. Pero sería absurdo pensar que la muerte sacrificial de Cristo Jesús pudiera repetirse. Es un absurdo metafísico. Eso sí, el acontecimiento de su muerte ha sido eternizado en la gloria de Cristo Resucitado. Es decir, con su resurrección, Jesús, el Señor, incorpora a la eternidad de Dios Trinidad el acontecimiento sacrificial del amor infinito del Hijo que se entrega a la redención de los hombres. Y nadie jamás podrá borrar de la historia este acontecimiento divino. Eternizado en la gloria del Resucitado, permanece para siempre. En la Eucaristía se hace realmente presente la persona de Jesús Resucitado, Sumo y Eterno sacerdote que ha llegado a la gloria de la resurrección por el camino de la Cruz. Y permanece para siempre.

3. La Eucaristía banquete de comunión.

Jesús nos entregó su cuerpo para que lo comiéramos y su sangre para que la bebiéramos. Él mismo nos lo repite en cada misa: tomen y coman; tomen y beban. Participar en la comunión es parte esencial de la Eucaristía. "Este es el pan bajado del cielo, para que quien coma de él no muera. Yo soy el pan vivo bajado del cielo. Quien coma de este pan vivirá para siempre. El pan que yo doy para la vida del mundo es mi carne" (Jn 6,50-52). La participación en la Eucaristía es, en primer lugar, una experiencia de comunión con el cuerpo y la sangre de Cristo. Jesús lo afirma abiertamente: "Quien come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. Como el padre que vive me envió y yo vivo por el Padre, así quien me come vivirá por mí" (Jn 6,57-58). Esta comunión con Cristo es tan fuerte que podemos decir con San Pablo: "Ya no soy yo quien vive, sino que es Cristo quien vive en mi" (Gal 3,20). La comunión con Cristo implica y supone también la comunión con los hermanos. No es posible la una sin la otra pues sería una contradicción. Por eso, "si uno dice que ama a Dios mientras odia a su hermano, miente; pues si no ama al hermano suyo a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y el mandato que nos dio es que quien ama a Dios ame también a su hermano" (1 Jn 4, 20-21). La comunión tiene una dimensión eclesial y social. Comulgar con Cristo compromete a crear y establecer vínculos de amor, de solidaridad y reconciliación con los demás. Cristo pide incesantemente al Padre el don de la unidad en la comunión plena: "Que todos sean uno, como tú, Padre estás en mí y yo en ti; que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste" (Jn 17,21). Jesús nos compromete en la Comunión eucarística a crear comunión con él y entre nosotros. Una comunión que no se traduce en una renovada caridad pastoral que nos impulse a una más eficaz misión evangelizadora es una Eucaristía no auténticamente celebrada. "La Eucaristía -afirma Juan Pablo II- fue siempre y debe ser ahora la más profunda revelación y celebración de la fraternidad humana de los discípulos y confesores de Cristo" (Redemptor Hominis, 20).

4. La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia.

Los Santos Padres de la Iglesia primitiva sentían profundamente el vínculo recíproco entre la Iglesia y la Eucaristía. Afirmaban: "La Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia". Esta percepción encuentra su manifestación más concreta en la Iglesia particular o diócesis. La Eucaristía efectivamente es la que crea y mantiene la comunión en la Iglesia. Comunión que hace posible la misión evangelizadora, sin la cual no existe la Iglesia de Jesucristo. En las iglesias particulares, afirma el Concilio Vaticano II: "se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor, `a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad'. En todo altar, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y `unidad del cuerpo místico de Cristo, sin la cual no puede haber salvación'. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres y vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, santa, católica y apostólica. Porque `la participación del cuerpo y sangre no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos'" (LG 26).

5. Eucaristía y misión evangelizadora de la Iglesia.

"Como el Padre me envió, así también les envío" (Jn 20,21). La comunidad de los discípulos de Jesús no vive para sí misma. Es enviada. Es de la naturaleza más íntima de la Iglesia ser misionera. La Iglesia vive en estado de misión. Siempre. En la Eucaristía Jesús aparece en medio de la comunidad y la educa para la misión. La Eucaristía es el alimento permanente de la Iglesia en estado de misión. Cada Eucaristía termina con el envío a vivir en la vida diaria lo que hemos celebrado en la mesa del Señor. Ite, missa est! Afirmó Pablo VI. "Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma. Comunidad de creyentes, comunidad de esperanza vivida y comunicada, comunidad de amor fraterno, tiene necesidad de escuchar sin cesar lo que debe creer, las razones para esperar, el mandamiento nuevo del amor" (EN 15). Habiéndose encontrado con el Señor Jesús, el Resucitado, en la Eucaristía, cada cristiano y la comunidad eclesial entera podrá dar testimonio del Resucitado: "Lo que fue desde el principio, lo que oímos, lo que vimos con nuestros propios ojos, lo que miraron y palparon nuestras manos del Verbo de la vida -la vida fue manifestada, la vimos, damos testimonios de ella y nosotros les anunciamos esta vida eterna que estaba en el Padre y se nos apareció a nosotros- lo que vimos y oímos, eso les anunciamos, para que ustedes estén también en comunión con nosotros y que nuestra comunión sea con el Padre y con Jesucristo, su Hijo" (1 Jn 1,1-3).

CONCLUSIÓN

Podemos concluir, con San Agustín: "A estas cosas, hermanos míos las llamamos sacramentos, porque en ellas una cosa es lo que se ve y otra la que se entiende. La que se ve tiene forma corporal; lo que se entiende posee fruto espiritual. Por tanto, si quieres entender el cuerpo de Cristo, escucha al Apóstol que dice a los fieles: "Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros" (1 Cor 12,27). En consecuencia, si vosotros sois el cuerpo y los miembros de Cristo, sobre la mesa del Señor está el misterio que sois vosotros mismos y recibís el misterio que sois vosotros. A lo que sois respondéis con el Amén, y con vuestra respuesta lo rubricáis. Se te dice: "El cuerpo de Cristo", y respondes: "Amén". Sé miembro del cuerpo de Cristo para que sea auténtico el "Amén" (Sermón 272). En la historia del arte hay quien dice y lo sostienen también no pocos críticos de arte - que una verdadera obra de arte es capaz de desencadenar en quien la contempla una vivencia parecida a la que inspiró el artista. Quién sabe si Leonardo, al ubicar la Cena en una atmósfera de contemplación trascendental, no habrá experimentado las vibraciones del misterio de la Eucaristía que Cristo Jesús instituyó como una suprema obra de su amor infinito y eterno. Sea lo que fuere, quien contempla el fresco de Leonardo no puede resistirse a la seducción que el misterio de la Eucaristía ejerce en todo corazón y en toda razón abiertos al Resucitado: porque en la Eucaristía él está siempre con nosotros como aquel que viene del eskaton.

Monseñor Nicolás Cotugno, Arzobispo de Montevideo

Enrique MEDINA
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